COLABORACIONES EN ROSA Y AMARILLO
Hola amigos/as del blog, quisiera comenzar esta página con un dato que me llena de satisfacción. Desde el inició del año 2012, han pasado por el blog 7.523 visitas, un motivo de alegría, que se ve aumentada porque esas entradas lo han sido desde los más diversos lugares del mundo, con especial mención a Hispanoamérica, donde tantas amigas me siguen puntualmente. Desde el inicio de la estadística las visitas han llegado a las 24.165.Gracias a tantos fieles que me apoyais de manera tan cariñosa.
Vuelvo a disfrutar ofreciendo una colaboración de la escritora canaria FELICIDAD BATISTA, os remito a la página del pasado 12 de febrero donde incluía un pequeño resumen sobre su trayectoria literaria. Publica habitualmente en su blog Buenos Aires 1929 café literario cuya visita recomiendo con entusiasmo.
Vuelvo a disfrutar ofreciendo una colaboración de la escritora canaria FELICIDAD BATISTA, os remito a la página del pasado 12 de febrero donde incluía un pequeño resumen sobre su trayectoria literaria. Publica habitualmente en su blog Buenos Aires 1929 café literario cuya visita recomiendo con entusiasmo.
Este relato, inundado de realismo mágico, me ha llenado personalmente de sensaciones que solo una pluma llena de sentimientos y poesía puede conseguir. Gracias por tu generosidad amiga Felicidad. Os dejo con él.
Las sombras de la nieve
Teobaldina Cárdenes desapareció el día
de la gran nevada. Durante meses las nubes se extinguieron y el aire seco
agrietó Bórcor y sus tierras. Los árboles se retorcían ocres y famélicos a
merced del bamboleo ardiente del viento. Las flores morían sin el rocío del
alba. Las albercas y los
estanques sedientos eran depósitos de guijarros y musgos amarillos. Y el tiempo
se arrastraba harapiento por las calles. Pero una mañana cuando Teobaldina se
disponía a ir a buscar agua a un pozo a las afueras de Bórcor, descubrió una
brizna de nube sobre las montañas. Ambarina por la atmósfera arcillosa fue
formando bulbos que crecían sin parar. Y a esa nube primigenia siguieron otras,
más densas, más grisáceas hasta tapiar el cielo y volverlo de una negrura de
atardecer de invierno. Teobaldina siguió andando y sintió una gota de agua
tibia sobre la frente, la tocó antes de que desapareciera. El suelo polvoriento
se agujereó de más gotas y la joven mujer del carpintero despegó los labios y
se dejó acariciar por la incipiente llovizna. En el pueblo salimos con baldes,
damajuanas, vasijas, y todo tipo de recipientes. En minutos las calles se
convirtieron en lugares improvisados de festejo y celebraciones. El agua caía
insaciable y corríamos, bailábamos, nos regábamos. Los niños saltaban sobre
charcos fangosos, las mujeres dejaban ver sus sensuales formas bajo las huellas
del agua y los hombres exhibíamos las camisas mojadas como trofeos. Teobaldina
detenida junto a un palmeral contempló que el día se volvía noche y que la
incesante lluvia, cada vez más fría, convertía a los caminos en arroyos de
chocolate. Granitos de hielo se precipitaron desde el cielo golpeándola sin
tregua. Empapada temblaba. Las cacerolas y las techumbres de metal sonaban en
un disonante concierto de percusión que se colaba entre la algarabía. Las
calles se adoquinaron de granizos y como único fotógrafo del pueblo saqué mi
cámara réflex para inmortalizar en sepia el día histórico. Los copos de nieve
se fueron filtrando por las hojas de las palmeras como dátiles blancos.
Teobaldina aterida con su vestido de verano alcanzó ver el pueblo atrapado
bajo una densa nube, ensimismado como siempre. Las palmeras no le daban cobijo
y se alejó hundiendo sus pisadas en el crujiente sonido de la nieve joven.
Cuando la euforia se enfrió y
Teobaldina no regresó, su marido y el resto del pueblo la buscamos por todas
partes pero no la encontramos. Esperamos el deshielo resignados a la tragedia.
El agua disuelta tamizó de verde las montañas y los valles. Las flores
amarillas, rojas, azules y blancas vistieron las tierras de una primavera
anticipada. Las ranas reanudaron sus conciertos y las plantaciones de naranjos,
vides y ciruelos recuperaron la economía reseca del pueblo. Pero ella no
apareció y su marido le construyó una cruz de madera que clavó junto al pozo.
Cinco años después de la nevada
Candilejas de Bórcor llenó de nuevo el pueblo de sueños en blanco y negro y los
domingos en colores. Y cada sábado acudíamos al cine como a un santuario. Las
luces se apagaban y atravesábamos la
pantalla viviendo otros mundos. Una noche lluviosa en una
solitaria estación de ferrocarril, un hombre esperaba entre las sombras del
andén. Enfundado en una gabardina y bajo un sombrero fundía el humo del tabaco
con la niebla que viajaba por los raíles. Una mujer con vestido turgente y
melena rubia emergió de la oscuridad grisácea. Un zoom fue acercando su rostro
hasta ocupar toda la pantalla. Bórcor se heló. Y aunque la actriz se llamaba
Lilith Maine, Teobaldina, la antigua acomodadora del cine, estaba allí tan
cerca y tan inaccesible.