CUENTO PACIFISTA
Ayer os dejé la introducción de este cuento pacifista que escribí una noche de guardia en el Penal Militar del Castillo de Santa Catalina. Mejo leéis la entrada de ayer donde explico las circunstancias que rodearon la creación de este relato. Foto de Jorge Lázaro
El soldado estaba con todos sus
músculos en tensión, detrás de su rostro juvenil casi desprovisto de barba, se
adivinaba toda la fuerza desgarrada que produce el miedo, aquella tarde había
sido especialmente dura, los paramilitares se habían batido con una tenacidad
poco acostumbrada. El había sido
llamado al ejército y preparado para la campaña, pero aquellas luchas
callejeras tenían el poder de agotar su sistema nervioso. El era inglés y sentía el problema de los
irlandeses como algo próximo y distante a la vez. Sabía que existía, pero siempre se le había
antojado muy lejano, nunca pensó que tendría abandonar su hogar
recién fundado para patrullar, siempre lleno de miedo y de incertidumbre, por las
angostas calles del Belfast.
Ahora seguía literalmente abrazado a
su MX-25, protegido tras la esquina, al fondo de la que habían logrado aislar a
un grupo de provisionales del IRA, de vez en vez, como baladas de tristeza, sonaban disparos espaciados, secos y lejanos,
era el canto triste y, posiblemente equivocado, de un pueblo que decía luchar
por sus tierras, sus tradiciones y su libertad. Y el, que siempre había juzgado a los irlandeses con
la dureza que impone la lejanía, ahora comenzaba a entenderlos tras
contemplarlos luchar, entregarse, sufrir y hasta morir por unos ideales que,
acertados o no, en su fondo y en sus formas, eran los suyos. Y volvía a pensar que, pese a todo, Irlanda y
el Reino Unido le importaban menos de lo que creía y que, en lo que realmente
pensaba, era en su joven esposa, en el hijo que iba a nacer lejos de él, en su
familia, en sus amigos, en casa, su entorno…
Tras estos momentos de calma que le
habían permitido aislarse de la inmediatez, una ráfaga seca y un grito de dolor
le devolvió a la realidad, el jefe del pelotón le hacía señas de que cubriese
la arcada del fondo, de una de las barricadas, y como consecuencia del fuego
cruzado, aparecía fuera del ángulo protegido, medio cuerpo de uno de los
guerrilleros, seguramente herido en el cruce de disparos. Con el corazón latiéndole profundamente,
levantó su arma y paseo la mira telescópica por el pavimento hasta llegar a los
sacos de la barricada, luego giró para enfocar el cuerpo del herido… Despacio…
Muy despacio… Subió el visor hasta centrarlo en su
cara… Era casi tanto, o quizás más
joven que el, sentía que las sienes le ardían, no tenía conciencia de haber
quitado ninguna vida. Solo veía al muchacho agitarse convulsamente, sin duda
gravemente herido por algún proyectil…
Estaba el campo de tiro tan cubierto por su patrulla que los compañeros
del caído no parecían tener posibilidad de prestarle ayuda. Rogaba con todas
sus fuerzas no verse precisado, precisamente a él, a tener que disparar sobre
alguien indefenso.
De pronto fue como una sombra, el instinto
le hizo girar el visor a su derecha y encontrarse con un bulto humano que,
velozmente, trataba de auxiliar desesperadamente al herido, cruzaba desde algún
refugio hasta la aislada barricada. Por
un reflejo instintivo le dio el ALTO! La
figura se detuvo en ese segundo eterno del que pierde la carta a la que se lo
jugaba todo…
El hombre levantó el brazo hacia el rostro
en un gesto instintivo, fue entonces todo de una rapidez inusitada, algo
metálico le brilló en la mano al recibir el reflejo de alguna luz o quizás de
la luna. Sin duda un arma, fue solo una
fracción de segundo, luego apretó repetidas veces su dedo índice, hasta que la
figura cayó con un lamento lastimero y un gesto cálido de autoprotección. A sus disparos siguieron algunos más y
luego el silencio. Un silencio pesado,
hueco, húmedo, vacío… Un silencio tan
tremendamente sonoro como el más ensordecedor de los ruidos.
Pasaron unos
minutos de calma absoluta, eternos, anchos…
Luego sonó la voz de avanzar hasta la abandonada barricada, recorrió los
metros que le separaban de su primer muerto de guerra, caminaba con el firme
propósito de pasar de largo, no quería recordar la mueca que, sin duda,
desfiguraría el rostro del guerrillero, conforme iba avanzando, su imaginación
aliada con su alma, iba tejiendo mil vestiduras para el pesado cuerpo que le
ahogaba la conciencia. Pensaba que así era la guerra. O tú o tu enemigo, pensaba que solo había
disparado al ver el arma en la mano del caído. Había sido un acto reflejo, resultante
de unas circunstancias que se le escapaban a su libre albedrío.
Lo primero que
le extrañó fue el atuendo oscuro del caído, negro cuando se acercó. Lo que comenzó por una sospecha, se le acabó por confirmar con todo el peso de
la certeza ante sus acongojados ojos, desmesuradamente abiertos a la extrema dureza de la realidad. Con el aire faltándole en sus pulmones y unas
gruesas gotas de sudor resbalándole por el rostro, se agachó lentamente hasta
el caído, apartó sus manos dejando al descubierto un traje gris oscuro y el
alzacuellos blanco… Era un sacerdote.
Con la cabeza
dándole vueltas y la mirada falta de fijeza, abrió el puño, crispadamente
cerrado del caído, para volver a ver,
nuevamente, el brillo metálico que le había hecho disparar… Se encontró, no con un arma de guerra sino,
muy por el contrario, con un símbolo universal de amor, de paz, de concordia,
de perdón. Eran la PAZ Y LA HERMANDAD hermanadas
en un viejo crucifijo…
Levantó los ojos y se cruzó con la mirada
cálida del jovencísimo, casi niño, guerrillero irlandés. Con gran esfuerzo arrancó de la crispación
de la muerte del sacerdote el crucifijo y lo alargó hasta el muchacho
moribundo, percibiendo a la vez que la cálida sonrisa del joven, un asco tremendo que le hizo levantar la
frente hasta la estrellada noche irlandesa. seguramente queriendo robar alguna
luz para la oscuridad que acababa de
producirse en su alma…
Cádiz, marzo
1966. En el Penal Militar del Castillo de Santa Catalina.
1 comentarios:
¡Qué bueno!
Me ha gustado mucho y me entretuvo.
Un abrazo de osa y un par de besos
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