SUEÑO EN COLOR CARMÍN
De mi libro MIS SUEÑOS EN 39 COLORES con fotografía de Jorge Lázaro
“Sueño,
cuéntame un cuento”.
“¿Cómo lo quieres…?” me decías desde la fragilidad enamorada de nuestros momentos gozosos.
Yo, mirando nuestra querida bandera amarilla, te respondía una vez más… “Cuéntame un cuento que no le hayas contado a nadie…”
Estuve esperándote en el mismo
sitio donde lo hacía desde que nos habíamos separado meses antes, pero aún con el recuerdo húmedo
en mi boca de nuestros últimos besos. Cada noche de luna llena, me sentaba
entre la vegetación con los olores inseparables de aquél otro dulzón que nos
rodeó la primera vez que, juntos, descubrimos que el amor placentero existía.
Cuando, por fin, apareciste, como un
Sueño revivido, te vi enrojecer suavemente, te acercaste despaciosa, estiré mi
mano y te toqué la piel nacarada de tu cuello a la altura de la oreja. Percibí
como sentías que una sensación caliente te subía por las piernas y te ablandaba
la voluntad, noté que cerrabas los ojos y que te estabas abandonando a mi
cercanía. Te atraje con dulzura, te rodeé con mis brazos. Hacía tantos meses
que no estábamos tan cerca el uno del otro, que primero aspiramos nuestros
nuevos olores, luego nos frotamos contra las pieles que también parecían
diferentes a la que nuestros dedos conocían y más tarde nos miramos, sin
podernos ver, por la cercanía de nuestros cuerpos que se entregaban
calmosamente ansiosos el uno del otro.
Nos buscamos las bocas como mil veces
lo habíamos hecho antes, aunque a los dos nos pareció una caricia que
acabábamos de inventar. Desde ese abrazo lleno de cercanía, de ternura, de
pasión y de deseo sentimos que las piernas abandonaban nuestras voluntades para
caer juntos, lentamente unidos por la apretura de nuestros brazos, hasta rodar por el blando lecho de
confidencias que nos ofrecía la naturaleza.
La luna recorrió toda su parte de
cielo, pero nosotros no la vimos, entregados, como estábamos, en explorarnos
para reencontrar nuestras viejas intimidades, hundiéndose cada uno en el cuerpo
del otro, hasta escuchar solamente el latido desbocado de sus propios
corazones, mientras nuestras pasiones se amalgamaban juntas pero cada una
dentro de los rincones del otro.
Sabíamos que deberíamos separarnos,
como nos había sucedido tantas otras veces, y eso hacía que aprovechásemos
todos los momentos para amarnos con desenfreno, pasábamos las horas junto a las
veredas del río, sin notar ni el frío, ni el cansancio de tanto amarnos,
cabalgando entre juncos, navegando entre estrellas y esperando el terremoto de
cada momento en que la tierra nos temblaba a los dos a la vez.
Cuando apurábamos esos momentos, en una
cruenta e inexorable cuenta atrás, como si fuesen los últimos de nuestra vida,
disfrutábamos tanto de lo pasado como sufríamos por la injusticia de tenernos
que separar una vez más. Era el momento en que se me llenaba el alma de
sentimientos contradictorios y trataba de consolarme mirándote la inmensa
profundidad de tus ojos claros a través de los que llegaba, sin dificultades,
hasta tu corazón. Cuando tú sonreías, yo siempre te pedía con tanta dulzura
como necesidad
“¿Cómo lo quieres…?” me decías desde la fragilidad enamorada de nuestros momentos gozosos.
Yo, mirando nuestra querida bandera amarilla, te respondía una vez más… “Cuéntame un cuento que no le hayas contado a nadie…”
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