MANUEL GARRIDO PALACIOS
Manuel Garrido, miembro de la Academia Norteamericana de la Lengua
Española de Nueva York, dedica este artículo a mostrarnos su paseo por
las páginas del PERFUME DEL AMOR, la novela opera prima de Antonia María Peralto. Una delicia leer a Manolo.
PERFUMES
Por Manuel Garrido Palacios
Gamel se sienta ceremonioso en su taller de perfumes en Khattab, Giza, a un paso de las pirámides, y deja que floten las palabras. El espacio es obsesivamente blanco; paredes y techos se confunden en una interminable blancura. Nos va a dar una clase magistral, no en balde, Gamel -túnica blanca, trato exquisito, insaciable fumador: «mi contradicción», confiesa- tiene el privilegio de ser una de las treinta y seis narices expertas reconocidas que existen. De cuantos perfumes aroman el mundo, la esencia de los veinte más importantes proceden de sus manos, de las de su gente en su aldea, El Fayum: una porción mínima de la República Árabe de Egipto, de sesenta y dos millones de habitantes, Tierra de Moisés, puente entre Asia y África, con milenios que contar, cruce de rutas de tres continentes, con un suelo que supera el millón de kilómetros cuadrados, de los que sólo un cinco por ciento está habitado, sea en concentraciones como El Cairo, Alejandría, Port Said o Suez, o a ambas orillas a lo largo del Nilo en núcleos agrícolas. Dice Gamel que cada persona requiere su perfume y cada perfume su precio. El azahar lo trae de los naranjales del sur de España. Cada gota que saca de los frascos la aplica sobre la piel de quien le escucha porque al mezclar el olor propio con el ajeno es cuando se valora el perfume idóneo individual. Para esas treinta y seis narices expertas que hay en el mundo existen cuatro tipos de perfumes: fuerte, dulce, floral y fresco, con mil variantes nacidas de ligar flores, especias y frutas. Día después, a bordo de una faluca voy al poblado nubio de Soheil con intención de seguir hacia El Fayum, el paisaje idealizado por Gamel. El sagrado río es tan bello que no importa si el camino de agua mide una hora o un siglo. Según presume una estudiante de la aldea, Mandolis es el equivalente a Osiris, Du-Dun es el dios nubio de las esencias, Egipto tuvo un faraón nubio: Ta-Jarka, siete siglos antes de Cristo, y la frase: Ai kadolli significa te quiero. Posados en las piedras del Nilo hay grandes pájaros blancos, garzas, espulgabueyes, guardavacas, que los campesinos aprecian porque lo limpian. Grazna un cuervo. Hace calor. Suena una canción apenas audible, que no cesa por la presencia forastera. El tiempo pone ritmo. Es el son del momento. Un halcón se posa en el palo del barco, como si el mismísimo Horus diera la bienvenida a quien va a conocer la fuente dorada de los perfumes.
De regreso un mes después, me espera un libro de encanto: El perfume del amor, de Antonia María Peralto, que desgrana los perfumes básicos del vivir: los que destilan los fogones, o pueblan las mesas, o invaden la casa, o se añoran cuando se está lejos, o revuelven la memoria si pasan cerca, o conservan el secreto del primer latido. Perfumes con los que Peralto ha construido un relato hermoso que penetra en lo que nos identifica con unas sensaciones de asombro, que no repetiré aquí para no restarle fragancia a la lectura e inducir a ella, y que salen de un impulso por intentar que cada cual pruebe ‘eso’ inexplicable que le aportará algo que parecía faltarle, que lo completa y le evita protagonizar lo que decía Lennon: que a veces pasamos por la vida sin saber que pasamos por la vida. La autora encaja su relato entre Santaella en vísperas de la Guerra Civil y Sevilla cuarenta años después, pero en su fondo hay más. En su apariencia frágil, podría parecer una sucesión de anécdotas. Lo real es que Antonia María Peralto les imprime un carácter universal que las eleva a rango de categoría. Suena el libro a la guitarra del mesón del maestro Machado, donde cualquiera puede sentir un aire íntimo de lo que amó, ama o sueña amar. Repito: en las páginas de El perfume del amor hay mucho más de lo que el título sugiere, bien percibido por el olfato, también privilegiado, de la protagonista y puesto en solfa por su mano de escritora.
El de la aldea nubia es el perfume que adorna el cuerpo. El de la novela es el perfume que busca el alma, el origen si miramos hacia el principio del túnel ya caminado. Y en esta tarde noviembrina, se me juntan ambas sensaciones, plenas de sabor, para que escriba esta crónica.
© Manuel Garrido Palacios
Academia Norteamericana de la Lengua Española. Nueva York.
PERFUMES
Por Manuel Garrido Palacios
Gamel se sienta ceremonioso en su taller de perfumes en Khattab, Giza, a un paso de las pirámides, y deja que floten las palabras. El espacio es obsesivamente blanco; paredes y techos se confunden en una interminable blancura. Nos va a dar una clase magistral, no en balde, Gamel -túnica blanca, trato exquisito, insaciable fumador: «mi contradicción», confiesa- tiene el privilegio de ser una de las treinta y seis narices expertas reconocidas que existen. De cuantos perfumes aroman el mundo, la esencia de los veinte más importantes proceden de sus manos, de las de su gente en su aldea, El Fayum: una porción mínima de la República Árabe de Egipto, de sesenta y dos millones de habitantes, Tierra de Moisés, puente entre Asia y África, con milenios que contar, cruce de rutas de tres continentes, con un suelo que supera el millón de kilómetros cuadrados, de los que sólo un cinco por ciento está habitado, sea en concentraciones como El Cairo, Alejandría, Port Said o Suez, o a ambas orillas a lo largo del Nilo en núcleos agrícolas. Dice Gamel que cada persona requiere su perfume y cada perfume su precio. El azahar lo trae de los naranjales del sur de España. Cada gota que saca de los frascos la aplica sobre la piel de quien le escucha porque al mezclar el olor propio con el ajeno es cuando se valora el perfume idóneo individual. Para esas treinta y seis narices expertas que hay en el mundo existen cuatro tipos de perfumes: fuerte, dulce, floral y fresco, con mil variantes nacidas de ligar flores, especias y frutas. Día después, a bordo de una faluca voy al poblado nubio de Soheil con intención de seguir hacia El Fayum, el paisaje idealizado por Gamel. El sagrado río es tan bello que no importa si el camino de agua mide una hora o un siglo. Según presume una estudiante de la aldea, Mandolis es el equivalente a Osiris, Du-Dun es el dios nubio de las esencias, Egipto tuvo un faraón nubio: Ta-Jarka, siete siglos antes de Cristo, y la frase: Ai kadolli significa te quiero. Posados en las piedras del Nilo hay grandes pájaros blancos, garzas, espulgabueyes, guardavacas, que los campesinos aprecian porque lo limpian. Grazna un cuervo. Hace calor. Suena una canción apenas audible, que no cesa por la presencia forastera. El tiempo pone ritmo. Es el son del momento. Un halcón se posa en el palo del barco, como si el mismísimo Horus diera la bienvenida a quien va a conocer la fuente dorada de los perfumes.
De regreso un mes después, me espera un libro de encanto: El perfume del amor, de Antonia María Peralto, que desgrana los perfumes básicos del vivir: los que destilan los fogones, o pueblan las mesas, o invaden la casa, o se añoran cuando se está lejos, o revuelven la memoria si pasan cerca, o conservan el secreto del primer latido. Perfumes con los que Peralto ha construido un relato hermoso que penetra en lo que nos identifica con unas sensaciones de asombro, que no repetiré aquí para no restarle fragancia a la lectura e inducir a ella, y que salen de un impulso por intentar que cada cual pruebe ‘eso’ inexplicable que le aportará algo que parecía faltarle, que lo completa y le evita protagonizar lo que decía Lennon: que a veces pasamos por la vida sin saber que pasamos por la vida. La autora encaja su relato entre Santaella en vísperas de la Guerra Civil y Sevilla cuarenta años después, pero en su fondo hay más. En su apariencia frágil, podría parecer una sucesión de anécdotas. Lo real es que Antonia María Peralto les imprime un carácter universal que las eleva a rango de categoría. Suena el libro a la guitarra del mesón del maestro Machado, donde cualquiera puede sentir un aire íntimo de lo que amó, ama o sueña amar. Repito: en las páginas de El perfume del amor hay mucho más de lo que el título sugiere, bien percibido por el olfato, también privilegiado, de la protagonista y puesto en solfa por su mano de escritora.
El de la aldea nubia es el perfume que adorna el cuerpo. El de la novela es el perfume que busca el alma, el origen si miramos hacia el principio del túnel ya caminado. Y en esta tarde noviembrina, se me juntan ambas sensaciones, plenas de sabor, para que escriba esta crónica.
© Manuel Garrido Palacios
Academia Norteamericana de la Lengua Española. Nueva York.
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