lunes, 18 de marzo de 2019

MI PRIMER VIAJE EN TREN




             Desde mi fantasía de niño soñador, el tren era un compendio de ilusiones, de caminos desconocidos, de historias llenas de aventuras. Mi posterior anhelo de conocer mundos, se veía avanzado en mi gusto por las estaciones de ferrocarril.  Las dos de Huelva por aquellos años estaban, para mi,  llenas de mundos extraños, humanamente cercanos… Verlas llenas de gente con desgarradas despedidas, sonoros recibimientos, con las madres y las muchachas en flor  llevando sus cartas al buzón de correos, llegan antes decían. Desde niño, siempre me llamaron la atención las novelas y las películas que comenzaban en estaciones de trenes, sus viejos bancos de madera, sus humos, su cochambre perpetua. Siempre me gustaron estos lugares que  desde mi imaginación me llevarían algún día, sin duda alguna, a los más exóticos destinos, a países sobre los que las láminas de mis libros me empapaban las seseras durante horas…

            Muy pequeño, con solo 10 años subí por vez primera  a un tren. Destino. MADRID, los días previos fueron de nerviosismo y sueños  llenos de rascacielos, enormes calles, tranvías y buses de dos plantas, luces de colores, coches sin fin y aquellos enormes cartelones de  los cines de la Gran Vía con mis artistas favoritos agigantados. El viaje era un premio para alumnos aventajados, una semana en Madrid en un Colegio Mayor, museos, zoo, paseos, confieso que la presencia de mi primo Genaro hizo mi asistencia posible lo que en caso contrario hubiese sido una quimera.   La noche antes dormimos todos los elegidos juntos en el Colegio Menor  frente al Instituto de La Rábida, la primera etapa acababa en Sevilla y el tren salía de madrugada nunca supe por qué los trenes, en aquellos años, siempre salían antes del alba.

            Que noche de insomnio, que apresurado recorrido por las calles solitarias de Huelva desde El Conquero, San Pedro, Las Tres Calles, Miguel Redondo hasta desembocar en el Bar La Palma refugio de noctámbulos y viajeros madrugadores.

             Con una breve parada en Sevilla, tras tres horas de viaje, subimos a uno de los trenes correo de aquellos años, vagones corridos, de madera, banco de tiras y más de 24 HORAS hasta llegar a Atocha con su enorme letrero de GAL.   Veinti muchas horas que podrían agotar a los que subimos ahora a los AVES,  pero entonces la medida del tiempo era diferente, la emigración interior llenaba los pasillos de colchones, baúles, fiambreras de comida, botijos y hasta aves de corral, la presencia de una pareja de la Guardia Civil era secular en los trayectos en cuyas estaciones subían vendedores, aguadores, daba tiempo para todo en cada parada. Y desde mi perspectiva de niño, horas asomado a la ventanilla, soportando los humos y los vapores de las pesadas máquinas…     A mí,  esa visión de los paisajes,  me trasladaban en alas de no se que fantasías hasta unos mundos que siempre había soñado y que por entonces nunca supuse que llegaría a visitar…

              Ahora cuando hago en pocas horas, viajes de miles de kilómetros en  sofisticados medios de transporte siempre recuerdo, con una sonrisa de complicidad interior, como escribí la primera página del amplio libro de mis viajes…

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