HOJAS SUELTAS, LA TORRE DEL FARO
Retomo hoy mis entregas de las vivencias de niño imaginativo y soñador con un nuevo capítulo de MIS HOJAS SUELTAS. Continúo con mis veranos en el faro del Picacho y mi abuela Milagros.
XII.- LA TORRE
Algunas tardes, la tía
María me permitía subir hasta la torre del faro. Era este el momento más esperado del día, desde que entraba en el silencio de la puerta
que llevaba hasta la escalera de caracol, la fantasía adormecida en mi mente
cobraba alas y se mezclaba con el característico olor a sombras y a humedad.
Todo allí me era
familiar, las botellas de oxígeno, el sonido circular de mis pisadas sobre los
peldaños metálicos y, sobre todo, el saberme en mi propio mundo, alejado –como
casi siempre- de todo cuanto me rodeaba. Cuando comenzaba a alcanzar la cúpula
con un leve jadeo, cubierto de juventud, el abanico de la oscuridad se abría
con la brisa multicolor de la luz, multiplicada en sus reflejos con los espejos
del faro.
Cuantas tardes pasé sentado
en el alto mirador del faro. Cuantos sueños… Cuantas historias… Cuantos momentos… Cuantas vivencias…
Allí, acompañado de mi
soledad, dejaba resbalar mis pupilas sobre la inmensa llanura líquida de
océano, haciendo mío el inmenso abrazo, cálido y enrojecido, del infinito que
ardía reventando en llamas.
Las alas de mi fantasía
continuaban desplegadas sobre mi imaginación hasta que la voz, ronca y cansada,
de la abuela me hacía sentir el frío del atardecer que acompañaba a mi miedo al
regreso, miedo que nunca supe si se debía a la oscuridad de la bajada o a la
vuelta al mundo de los mayores…
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