COLABORACIONES EN ROSA Y AMARILLO

Mi amiga Aurora García Rivas, asturiana de La Antigua (San Tirso de Abres) desde la inmensa modestia y generosidad que solo tienen los grandes artistas, me cede amablemente este cuento para publicar en el blog. Solo me pide, como moneda de cambio, el anonimato. Y me rebelo, por eso la desobedezco minimamente y digo que Aurora es una gran poetisa asturiana, con varios libros publicados. Pero, para contentarla, solo mencionaré el que, dedicado personalmente, reposa en mi biblioteca: "La flauta del sapo" y solo diré que esta mujer, entre otros muchos, es Premio Internacional de Poesía Ateneo "Jovellanos" con "La sombra del alcaudón". Amiga del blog, ya ha pasado en repetidas ocasiones por sus páginas para dejar sus más que acertados comentarios.
Perdona mi indiscrección Aurora, me han parecido de justicia. A cambio te regalo esta imagen que es la playa con la que yo soñaba a los 20 años mientras bailaba "Aline" en la voz pausada de Hervé Villar. ¿Paseamos por tu caja de música...?
LA CAJA DE MÚSICA
Marta entró en su casa, cerró la puerta tras ella y ni siquiera se quitó el abrigo. Como cada día desde hacía meses, la caja de música empezó a sonar dentro del cajón de la cómoda como si alguien le hubiese dado cuerda y la hubiera puesto a funcionar en aquel preciso momento. Abrió el cajón, rebuscó entre la ropa y la hizo enmudecer golpeándola con rabia.
Mientras sentía cómo se le erizaba la piel, tomó la caja en sus manos, comprobó el cierre y examinó su interior por enésima vez, pero sólo consiguió ver su propia imagen distorsionada por los espejos del fondo. Al tocarla, la caja interrumpió su melodía transformándola en un silencio tenso y desafiante que provocó en Marta la terrorífica sensación de una araña trepándole por los muslos.
Las primeras veces que había ocurrido aquello, pensó que era algo casual, luego le pareció absurdo preocuparse por lo que no entendía… Aun así, cierta inexplicable aprensión la llevó a esconderla entre la ropa de la cómoda. A pesar de eso, no podía evitar escucharla cada vez que entraba en casa, aunque su música sonase como en sordina. Nadie podía darle cuerda, no era posible, pero ésta parecía inagotable. Un día y otro, tenazmente, sonaba cuando ella abría la puerta. Un día y otro, repetía el gesto de cerrarla de un golpe.
La víspera de su partida, él, Luis, le había regalado aquella caja a la que había hecho reemplazar sus acordes originales por “Aline”, la melodía que habían adoptado ambos, cuando se enamoraron, en una especie de ofrenda recíproca. Sin embargo, desde su marcha, Marta no había conseguido hacerla funcionar ni una sola vez. La caja lanzaba su melodía al aire solamente cuando ella abría la puerta, pero nunca pudo intervenir en su mecanismo ni hacerla funcionar a su antojo. La manipulaba una y otra vez, intentaba entender qué ocurría, pero la caja, como un obstinado juguete de cuerda con voluntad propia, parecía negarse a su deseo.
La tarde en que él regresó, al cabo de ocho años, después de hundir su extrema delgadez entre los cojines del sofá, le preguntó por la caja de música.
—No funciona —dijo Marta rebuscando en el cajón de la cómoda y entregándosela.
—Ya lo sé. —Replicó él sin inmutarse.
Marta se quedó totalmente perpleja, pero no dijo nada porque nunca había podido seguir a Luis por aquella senda resbaladiza de la que él parecía conocer todos los secretos, y por la que se deslizaba como un experto esquiador de fondo, mientras que ella no conseguía dar ni un paso.
Luis recogió la caja de las manos de Marta, accionó el cierre y, al levantar la tapa, la melodía sonó espléndida, tanto que parecía directamente tocada al piano por las manos aladas de un virtuoso. Marta se quedó desconcertada y muda y sintió una profunda desazón.
“Aline”, la melodía de sus días de amor, los acompañó a partir de entonces, cada día, cada hora, segundo a segundo, durante los largos meses en los que Marta vigiló su agonía, lenta pero inexorable, y en las agotadoras vigilias que precedieron a la muerte de Luis.
Luis hacía funcionar la caja de música una y otra vez, como si encontrase algún alivio en escuchar el enervante martilleo de las mismas notas, que para Marta se habían convertido en una pesadilla asociada a olor de medicamentos, a vómitos, a habitación sin ventilar, a asepsia médica, a debilidad extrema y a desesperanza.
Cuando Luis murió, la asaltó la soledad de los desamparados y las noches se hicieron interminables. Perturbada por el efecto de los hipnóticos, con los que sólo conseguía sumirse en un sueño espeso y alucinado, apenas se daba cuenta de que ella seguía viviendo.
En un instintivo esfuerzo de supervivencia, consiguió recuperar parte de sus fuerzas físicas —lo que le permitió ejercer cierto dominio sobre sus emociones—, hasta que la danza de sus fantasmas empezó de nuevo cuando la caja de música volvió a sonar al abrir la puerta.
Se obligó a pensar que aquello que Luis le había dicho antes de su muerte, obedecía tan solo a los efectos de la enfermedad o, tal vez, a los de la quimioterapia que lo dejaban extenuado, mientras su razón era capaz de volar aún con toda lucidez, como si tan sólo su mente tuviese vida y se encontrara fuera de su cuerpo maltrecho.
—En esta caja se queda mi alma, Marta —deliraba entre espasmo y espasmo.
Marta no había meditado sobre ello, porque no parecía posible que él fuera consciente de lo que decía, pero empezaba a creer que no podría seguir soportando la presencia de la caja de música, estuviera o no el alma de Luis dentro de ella; no podía tampoco tirarla a la basura como un desperdicio, ni se atrevía a romperla y exponer a la vulgaridad de lo cotidiano el posible refugio de su espíritu, que parecía no querer otro cobijo que aquél. Tenía la impresión de que Luis, desde donde fuera, había enajenado su voluntad.
Un amanecer, despertó intempestivamente. Las notas de “Aline” sonaban diáfanas, como si en lugar de estar la caja escondida entre la ropa de un cajón, estuviese allí, a su lado, en su cama, entre sus manos… entre sus sábanas, sobre su cabeza. Sintió terror.
Se sintió impotente mientras intentaba soslayar aquella especie de delirio, y esperó que amaneciese. Entonces fue a buscar la caja a su escondite, bajó las escaleras y entró en el garaje. Puso la caja de música en el asiento de atrás del coche mientras sus manos temblaban, sintiendo que las notas de “Aline” la golpeaban como si fuesen algo vivo. Salió a la carretera y se fue a los cantiles intentando serenarse.
Cogió la caja y se quedó mirando el mar que, a aquella hora, era apenas una masa informe. Sólo la espuma de las olas se distinguía al pie de los cantiles. Pensó en Luis, en su penosa enfermedad, en su ausencia, en el propio abatimiento y, cerrando los ojos, con todas sus fuerzas, arrojó la caja al agua. La oyó estrellarse contra las rocas y romperse en mil pedazos. Eran las mismas rocas por las que había arrojado las cenizas de Luis. Comprobó cómo desaparecía como un náufrago pero aún oyó su última nota discordante. Después, nada. Las olas, el amanecer limpio, la escarcha sobre la hierba… El silencio llegó a sus oídos como un regalo, como si, al fin, Luis hubiese recuperado su alma y ella pudiera ser libre.
Regresó al coche aliviada. Enfiló la carretera y se dejço seducir por la serenidad del horizonte que fundía su grís con el del mar. Pisó a fondo el acelerador y dejó atrás los cantiles. Al otro lado de las colinas, el sol aparecía de nuevo. Marta percibió su luz y su temprana calidez e, inconscientemente, mientras el coche rodaba, comenzó a tararear "Aline"
Aurora García Rivas (Oviedo)
Un placer ofreceros este extraordinario cuento. Gracias amiga Aurora.
Un abrazo de vuestro amigo DIEGO
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