Carmen Palanco, ha sido un amor literario a primera vista, ha nacido entre los dos una amistad y una cercanía desbordantes desde que leí su opera prima EL CAMINO DE LOS SAUCES.
Carmen escribe con la osadía y la frescura que aporta la juventud, la cercanía de la madurez y, adelantándose su tiempo, con la filosofía de la vejez.
Este relato, LA TARDE, está lleno de un amor perdido en los lodos del camino de cada día pero que vuelve a cobrar vida resucitando con el calor de sus palabras. Seguro estoy de que una vez comenzada su lectura sereis incapaces de abandonarla.
Gracias amiga Carmen. La foto, excepcional como todas las suyas, de mi amigo Manuel Mojarro.
De
luces de malva…
La
tarde
El invierno se
ahondaba y la niña se hacía mujer con cada peldaño que subía. Vivíamos en un
cuarto piso, en una pequeña atalaya que nos reguardaba del rechazo y la
sinrazón que te enfermaba. El pánico a ese “bendito” ascensor que se paraba en
el tercero durante horas, día sí y día no, sin forma de arreglarlo, podía con
el ansia de verte. Mis veinte años corrían por las escaleras, cesando, más por
el amor que por el esfuerzo. Al pasar por el tercero, la voz de Aurora “La
Corista”, que tocaba incesablemente el piano, se escuchaba tras la puerta; esa
mujer me intuía, desde que abría el portal hasta que pasaba por su casa con la
maleta de los domingos, entonces paraba de tocar y de un grito me pedía que le
bajase la basura. Pobre Aurora, tan mayor y
tan sola, tan sola y tan llena, tan buena y tan de pan, qué poco veía y
cuánto de mucho era capaz de percibir. Yo seguía mi curso, absorbida por mis
anhelos, dos días de no verte, qué largos y duros, entre jadeos le gritaba:
¡Luego bajo! —y ella respondía: Saluda a tu marido, ¡aunque puede ser tu
padre!— me hacía gracia, mientras pensaba.
—Ninguna entidad da fe de nuestro matrimonio, pero es mi marido, la casa
lo dice, lo dice la terraza dónde conversamos, lo dice el colchón de las auras,
lo dicen las noches en vela cuando se viene abajo, lo dice el cajón de los
medicamentos, lo dicen las manos; llevamos un anillo de sangre… lo dicen las
heridas, las de la piel y las del alma. Yo ya tengo un padre, que cubre mi vida
como una flor que cobija a la hormiga con sus pétalos, pero él, mi marido de
sien blanqueada, de cuarenta batallas y años cumplidos, me esperaba con los
brazos abiertos, mientras la mía, recién dejada la niña, subía a la cumbre. El
tiempo se equivocó con nosotros, dejó de existir y lo que mostraba era solo un
salto que no correspondía, porque el cuerpo es tan poco ante la esencia de lo
que se siente, que yo me reía buscando una diferencia que nos alejase,
entendiendo así, que lo que nos hace infelices son los prejuicios por las
causas vánales, por la falta de amor ante la vida y sus giros, me mantuve intacta ante eso y me hizo lo
libre que soy. Crecí de golpe, eso sí, no hay un paso sin esfuerzo. Cogimos
altura, nos quitamos la piel, diluimos el cuerpo, igualamos la mente y tuvimos
que amarnos sin materia.
Al fin llegué
a la puerta, las llaves y el temblor, ya estoy, aguanta que llego, no quiero
regalarle al tiempo un minuto más de tu ausencia, a ti, que te me vas entres
las manos, agua de sediento que se escapa sin alcanzar a saciarse. La cuenta
atrás comienza desde que nacemos, pero la tuya se precipitaba y yo que lo sabía
sólo quería reír al viento junto a tu presencia. Te hiciste etéreo antes
incluso de tu marcha, asumí la vida sin ti antes de la despedida y por eso fui
feliz en aquellos momentos que nos descontaban y nos acercaban a la partida. Un
día era un regalo, un año 365, dos años 730 y algunos días más que pudimos
robar. Sin duda fui una afortunada, hay personas que tienen 730 motivos para
ser infelices y yo tuve 730 y pico días de felicidad.
Tu olor al
entrar, tu voz en el pasillo.
—Dime que me
quieres, ¡dímelo anda! —no te vi, pero eran aquellas palabras la habitual
bienvenida.
Tu silueta
perfilada de luz junto a la ventana, la tarde caía dorada y fría, estabas
sentado a la mesa del escritorio. Te
quitas las gafas, siempre te las empaño, las tienes torcidas por culpas de mis
abrazos, hoy no puedes levantarte a recibirme y lo disimulas con esa pose de
intelectual. Cómo te agradezco tu inteligencia, cuánto de humano, cuánto de
integridad.
—Te quiero, te
quiero en todo momento y creo que siempre te querré. —Ya me sentaba en tus
rodillas, ya te apretaba hasta ahogarte, ya me hacías cosquillas.
—Me querrás
siempre, lo sé, me iré antes de que puedas olvidarme. No sé si reír o llorar.
Seré como Elvis. En tu imagen retratado
viviré, —apuntaste bromeando, agudizando la voz exageradamente— el adiós
eterniza. —Concluiste con medio suspiro, ahora sí, pausado y convencido.
Aprendimos a
tomar con naturalidad el futuro, a reírnos con cinismo, fue tu forma de
prepararme y de convencerte de que yo podría superarlo.
—Si el adiós
eterniza, no hay adiós. —Rebatí. Adoraba tus juegos de palabras, luego supe que
para ciertas cosas nunca se está preparada, pero tenía que parecer fuerte y
convencerte constantemente de que era tu mejor opción.
Me costó la
vida que me dejases pasar. Que afrontaras nuestro amor y le dieras camino. En
nombre de ese esfuerzo y de lo que suponía estar a tu lado era capaz de mover
todas las montañas del mundo.
—¿De dónde
vienes?, ¿qué has hecho? —preguntaste.
—Vengo de un
mundo extraño, de hacer cosas que no me sacian.
Tu respiración
sonaba cansada pero el aire que pasaba de tu pulmón al mío llenaba un espacio
infinito. Tu aliento, el batir de tu lengua rozándote los labios mientras
hablabas, sentir tu humanidad y el roce de la misma moviendo tus manos,
pulsadas y efímeras, suponía una totalidad absoluta, una se hace grande amando
las pequeñas cosas, los pequeños detalles, tu palabra, tu gesto al hablar y tus
manos entrelazadas en mi cintura se sublimizaban alejadas del sexo. Que más
tarde tomaría la naturalidad sosegada entre los pliegues de tu alma y la mía.
Nada de lo que
eras ofendía el momento, ese, ni cualquier otro, ni tu miles de defectos, ni tu
millón de virtudes, lo que eras se conjugaba y no en un estuche idealizado, yo
te conocía, te concebía y te amaba por razones ajenas a mi voluntad, el todo
estaba en ti, no porque fuese maravilloso, sí porque así se me realizaba. Nada
era perfecto y en la imperfección el amor se perfeccionaba. No era un capricho
de niña loca, era una mujer la que se posicionaba, lo tuve claro, tan claro que
no tuve opción, ni miramientos, ni miedos.
—Hoy fui a la
estación —me contaste— a ver pasar a los trenes. Vine muy cansado, ha sido un
esfuerzo titánico el ir, pero quería hacerlo. Allí nos conocimos, ¿recuerdas?,
tú sentada en un banco del andén, yo bajando cientos de veces. Muchas me
pregunté a quién esperabas.
—Hasta que me
lo preguntaste —interrumpí.
—Sí y me
dijiste que a nadie, que te gustaba sentarte a observar. A esta niña le falta un tornillo, pensé —sonreías— y resulta que
viniste a apretarme los míos.
—Comenzaba un
proyecto, “don sabelotodo” —le dije con retintín— necesitaba inspiración. Menos
mal que a mí me da igual lo que piense la gente, la burda apariencia no me da
lo que soy, ni me merece tiempo. No era yo la “Penélope” de Serrat, no, era una
simple observadora. Yo te veía subir al tren todos los días, a la misma hora,
con esa cara seria de profesor omnipotente y pensaba… que tío más cuadriculado.
—¿Cuadriculado?
—Subió una ceja— sí, soy un poco cuadriculado, bueno lo era, contigo rompí la
cuadricula y me la tragué. Recuerdo la primera vez que me dijiste te quiero, a poco de conocernos, ¡qué
poca vergüenza tenías! —Bromeó.
—Y no te mentí,
comenzaba a quererte, que no a enamorarme, a la gente le cuesta decir te
quiero, cuando en realidad se quiere mucho antes de ser capaz de decirlo, pero
como tendemos a comprometerlo todo y a quitarle libertad a los sentimientos
pues nos parece una burrada decir te quiero a la primera de cambio. ¡Oye tío
—pensé en aquel momento— pues te voy queriendo, no sé hasta cuándo, pero te voy
queriendo! Te cogí cariño, o aprecio, o como quieras llamarlo, para mí, te quiero es más fácil que te odio, pero al mundo le pasa todo lo
contrario. Que si te dije que te quería no quería decir que no dejase de
quererte por algún motivo, pero mientras me quieras, dímelo, que no te lo voy a
echar en cara si en algún momento dejas de quererme.
—¿Y me
quieres?, anda dímelo otra vez. —Un beso se hizo hueco.
—Te quiero más
que aquella vez y menos que mañana. —Le dije muerta de risa.
—¿Pero por qué mañana me vas a querer más o menos? —Ahora era él el que
reía.
—No lo sé,
creo que más, pero no lo sé, vete tú a saber. No es un te quiero comprometido,
el futuro es incierto, el mío es un te quiero libre hasta de dejar de
serlo.
—Estaba decidida, ese
duelo lo iba a ganar yo.
—Llevas
razón…no se puede ser más racional y yo más inmaduro.
La noche calló
junto a un sol que iluminaba el ocaso que se nos venía, demostrando el sentido
y la conciencia, que como dice el dicho, no
es más feliz quien más tiene si no quien menos necesita, y añado, el que
menos necesita contiene la suma de una felicidad fijada en un tiempo parado que
devuelve a la vida el momento del que se alimenta. En parte somos lo pasado y
de lo pasado debemos ser lo mejor. Oasis de lo aprendido que alejan las lunas
rotas.